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martes, junio 17, 2025

Mi yo de antes y mi yo de después de haber trabajado el programa de 12 pasos de comedores compulsivos anónimos

Antes de llegar al programa, siempre había sido una persona bastante melancólica, con tendencias depresivas. Sentía que no tenía ningún control sobre mis emociones, y cualquier pequeño estímulo podía llevarme del entusiasmo a la desesperación más profunda. Durante una etapa especialmente difícil, llegué a pensar que podía estar desarrollando un trastorno bipolar. Sin embargo, ahora, después de haber trabajado el programa, sé que lo que experimentaba eran los altibajos propios de la enfermedad emocional, profundamente ligada a la confusión que me provocaba mi relación enfermiza con la comida.

En cierto momento, incluso llegué a tener pensamientos suicidas. Fue una etapa muy oscura, a la que me empujó el acoso escolar o bullying que recibí durante años por parte de otros chicos, y el rechazo del sexo opuesto a lo largo de toda mi juventud y adolescencia. Si tuviera que resumir aquellos años previos al programa, diría sin dudarlo que fueron como un descenso lento, pero constante, hacia el infierno. Y el programa fue lo que me salvó: la cuerda a la que me aferré para evitar seguir cayendo en el agujero en el que me estaba metiendo.

Fui un niño con obesidad. Buscar culpables no tiene sentido: ni mi familia tóxica y disfuncional ni mi madre tienen la responsabilidad total pero sí fueron factores que influyeron. Sin embargo, la mala calidad de vida que llevaba, me llevaba a veces a culparme a mí mismo, hasta el punto de pensar que quizá lo mejor habría sido no haber nacido.

A medida que fui creciendo, mi obesidad se fue agravando cada vez más. Aunque logré librarme del acoso escolar cuando mi familia se mudó a otra ciudad, a la edad de 16 años, lo cierto es que entre esa edad y los veintitantos, mi problema de peso fue empeorando progresivamente. Vivía en una especie de burbuja de inconsciencia y falsa felicidad respecto a mi obesidad. Sabía que había ciertas áreas de la vida que me estaban vedadas. Por ejemplo, tenía claro que jamás tendría pareja: con casi 120 kilos en aquel entonces, me parecía imposible que una mujer pudiera siquiera interesarse por mí. Además, me odiaba profundamente a mí mismo. Era otro síntoma de mi enfermedad: la anorexia sexual o relacional. 

Y entonces apareció ella. Entró en mi vida de forma arrolladora, como un torbellino, y traía de la mano a su hijo pequeño. Aún hoy, no sé si debería darle las gracias por que me hizo despertar de alguna forma. Tuvimos un inicio de relación que fue, sinceramente, muy bonito. Recuerdo haber llorado de alegría. Pero yo, a pesar de tener más de veinte años, apenas tenía experiencia en cuestiones sentimentales con mujeres. Y ella, una chica que me parecía increíblemente atractiva, fue quien se acercó a mí. Sin embargo, no me quería por quien yo era. Buscaba un padre para su hijo, y yo, que siempre he sentido debilidad por los niños, fui su opción ideal. Eso fue lo que la atrajo hacia mí. Pero no funcionó. Sus amigas la influenciaron negativamente, o tal vez ella simplemente no podía verse a sí misma con un chico como yo, alguien que hacía con una sola pierna el ancho de su cintura. Así que se echó atrás. Y me rompió el corazón.

Aquella ruptura provocó en mí una especie de metamorfosis, una suerte de redención personal. Hasta entonces nunca había considerado que mi obesidad fuera un verdadero problema. Incluso practicaba deporte con mis 120 kilos, y no cualquier deporte: hacía escalada deportiva con regularidad. Pero no lograba adelgazar, y, aunque me daba igual, lo único que realmente sentía que faltaba en mi vida era una pareja. Me volcaba por completo en mi trabajo como forma de escape.

Y fue entonces cuando esta chica llegó, me destrozó emocionalmente, y puso como excusa para romper mi físico. Pasé un tiempo muy mal, completamente abatido, reflexionando, llorando, dándole vueltas a todo. Y entonces me di cuenta de que sí, de que mi obesidad sí era un problema real para mí. Comprendí que era una enfermedad crónica que debía enfrentar. Fue en ese momento cuando decidí combatirla con todas mis fuerzas, cueste lo que cueste.

Recuerdo claramente una noche, a la hora de cenar, en la que me planté frente a la nevera. Solo tenía dos opciones: un paquete de espinacas congeladas o unos filetes de pollo. De forma sorprendente, elegí las espinacas. Fue el primer paso, la chispa que encendió un cambio. En lugar de elegir lo más fácil y rápido, opté por lo más saludable. Aquello se convirtió en una especie de regla para mí durante un tiempo. Hoy reconozco que aquello fue el inicio de una etapa de ortorexia, pero en ese momento lo viví como una revelación. En apenas un par de meses empecé a adelgazar. Estaba perdiendo peso sin recurrir ni al vómito ni al ayuno absoluto. Eso sí, comía solo una vez al día, en una especie de ayuno ritual parecido al Ramadán, buscando quemar todas las calorías que tenía acumuladas bajo la piel. Me fui acercando peligrosamente a una forma de restricción alimentaria extrema, que llegaría más adelante.

Una comida al día, además, completamente vegetariana.

Sin darme cuenta, me había vuelto vegetariano. El vegetarianismo se convirtió en mi espada y mi escudo en la lucha contra el dragón de la obesidad. Y funcionó, vaya si funcionó. De manera asombrosa, en menos de un año perdí 40 kilos. Era como si perdiera un kilo por semana. Bajé unas catorce tallas de pantalón. Mis amigos no me reconocían. Me sentía una persona completamente distinta. Estaba feliz. Sentía que había vuelto a nacer. Era otro.

Cuando llegué a pesar 70 kilos, decidí dejar de perder peso, porque ya rozaba peligrosamente los límites de la anorexia. Ese fue mi periodo dorado. Fue entonces cuando, sintiéndome renovado, con la confianza recuperada, más atractivo y alegre, logré que algunas mujeres se interesaran por mí.

Tuve un par de relaciones sentimentales, ambas muy dolorosas. Una fue una especie de roce intenso en la primera noche, que derivó en una relación tortuosa donde, en realidad, éramos tres personas involucradas. Al final, terminamos como amigos. Cuando esa historia se acabó, llegó otra mujer que sí que me hizo daño de verdad. Esa relación destrozó, rompió y pisoteó mi corazón sin piedad.

Tras esa última ruptura, caí en una depresión profunda. Como consecuencia secundaria, volví a comer de forma compulsiva. No fue como antes, y por supuesto seguí sin tocar carne ni pescado, pero empecé a consumir comida basura. Y aunque logré frenar a tiempo, fue más bien una marcha atrás. Nunca llegué a pasar de 75 kilos, pero la cuesta era empinada y sin frenos. Alcancé los 85 kilos y sentí un miedo inmenso. Un pánico visceral a volver a pesar más de 110 kilos y convertirme de nuevo en quien era antes. Mi cuerpo comenzaba a recordar lo que era ser obeso. Al hacer escalada, notaba el peso que me arrastraba hacia abajo. La ropa que me quedaba bien con 70 kilos ya no me servía. Pasé de una talla 44 a una 46 o 48. Me sentía hundido, dolido y desesperado. No quería regresar a ese infierno que se encuentra más allá de los 100 kilos.

En medio de esa desesperación, buscando información en internet sobre lo que me ocurría, encontré la página de Comedores Compulsivos Anónimos. Al principio, no me fiaba. Me pareció una especie de secta encubierta. Así que me di un ultimátum personal: intentarlo por mis propios medios con toda mi voluntad, y si no podía, entonces iría a Comedores Compulsivos Anónimos. Por supuesto, ese ultimátum no duró mucho.

Mi primer contacto con los grupos fue a través de reuniones por correo electrónico, que era lo que existía entonces. Funcionaban como cadenas de e-mails. Estuve así durante tres meses, hasta que finalmente me animé a asistir a una reunión presencial. Allí me recibió un compañero que, aún hoy, sigue en los grupos. Le estaré eternamente agradecido.

Llegué desesperado, muy asustado, sin saber realmente en qué me estaba metiendo. Pero mis ganas de recuperación, de salvarme de mí mismo, superaban mi temor al ambiente que percibía con cierto olor a religión. No entendía bien de qué iba todo. Había leído la página web, pero sabía que se hablaba de Dios. Yo no era particularmente creyente, aunque tampoco era anticlerical o antireligioso. Intuía que había una dimensión espiritual en todo esto, pero la asociaba más al bienestar general, a una vida sana.

Lo que me ayudó a quedarme, en esa primera reunión, fue que el grupo era mixto. Había tanto hombres como mujeres. Incluso asistía un veterano de Alcohólicos Anónimos que también estaba en OA, y una pareja de obesos que acudían juntos, además de traer a la hermana de ella. Si hubiera llegado a un grupo compuesto solo por mujeres, quizás mis miedos hacia ellas me habrían hecho salir corriendo.

No recuerdo con precisión lo que compartí en aquellas primeras reuniones. Sé que pasé todo un año asistiendo, llorando y soltando mi carga emocional, especialmente todo lo relacionado con mi relación tóxica con mi madre. Hasta que una compañera me dijo, con claridad, que mientras no me separara emocionalmente de mi madre y no saliera de su casa, jamás podría mantenerme en abstinencia. Y así lo hice. Me ofrecieron una oportunidad laboral en la capital, la aproveché y dejé la costa. No puedo estar más agradecido por haber tomado esa decisión.

Salir de los brazos de una madre controladora, manipuladora y emocionalmente codependiente fue una verdadera liberación. Además, era una comedora compulsiva activa que proyectaba su adicción en mí. Trataba de sustituir la figura de su exmarido conmigo (mi padre), queriendo que yo fuera el "hombre de la casa", que viviera solo para ella controlando todos los aspectos de mi vida, desde lo que comía hasta lo que vestía. Me fui sin mirar atrás.

Cuando me instalé en la capital, los grupos a los que acudí eran mucho más grandes y fuertes. Esa independencia, ese alejamiento físico y emocional de mi madre, fue como una segunda llegada al programa. Fue un auténtico renacimiento.

Comparándome con la persona que era antes, puedo decir sin dudarlo que he revertido el proceso de pérdida de calidad de vida y autodestrucción en el que me encontraba. Ahora estoy infinitamente mejor. Disfruto de un buen momento vital, como de forma más sana, aunque mi plan de comidas no sea perfecto ni lo será nunca. Aún tengo pendiente la cuestión del peso, y me mantengo en un equilibrio entre el punto más alto y el más bajo que alcancé fuera del programa. Pero soy mucho más sabio, más paciente, y enfrento los problemas de otra forma: ya no recurro a la comida para sobrellevar la vida.

Para mí, eso es un verdadero milagro. El programa me ha enseñado a pensar de forma distinta, a identificar lo que siento, a actuar desde la salud y no desde la autodestrucción. Ya no absorbo lo negativo del mundo como excusa para comer compulsivamente. Ya no me como mis problemas: los afronto con las herramientas que me brinda el programa. He aprendido a aceptar que la vida no será perfecta, que no todo será como yo quiero.

Hoy vivo con una actitud de servicio, de agradecimiento. He podido viajar gracias al servicio en  OA y también en mi vida privada. He podido avanzar en mi vida personal, y mantenerme trabajando y sosteniéndome por mí mismo. Incluso vivo solo, lo cual es fundamental para mí, porque nadie introduce alimentos compulsivos en mi entorno diario, y eso hace mi abstinencia mucho más sencilla.

Claro que hay retos, como problemas de salud propios de mi edad o secuelas de los años de obesidad y atracones. Pero también ha habido grandes cambios positivos, como haberme mudado a un pueblo pequeño, lo cual ha sido un cambio radicalmente positivo. Ese paso me ayudó a salir de una recaída y a seguir avanzando.