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viernes, septiembre 25, 2009

Obesidad, la pandemia que amenaza el mundo

Obesidad, la pandemia que amenaza el mundo

Leer articulo original aquí.

• Enganchada al atracón. Dolores, comedora compulsiva, explica cómo salió del círculo maldito.
• "Pizza, culpa, helado, deseo, chocolate, miedo". El cartel de la película ‘Gordos’ apunta a las razones que muchas veces desembocan en la obesidad.


NÚRIA MARRÓN
BARCELONA
Dolores llegó a comer hasta 15 veces al día. Cada dos horas se zampaba medio pollo. O un bocadillo. "Me llegué a pegar atracones de acelgas, sin aceite ni sal". Si la emprendía con el agua, tragaba con tal frenesí que le caía en cascada papada abajo. Lo que fuera para calmar aquella angustia, aquel cansancio que le provocaba la fábrica, aquel profundo desagrado que sentía por sí misma. Luego, tras el atracón furioso, venía el sopor. Se sentía anestesiada. Y dormía. Dormía y, a la mañana siguiente, con el cuerpo aún dolorido, se sentía culpable, gorda y miserable. "Y entonces lloraba amargamente mientras comía y comía. Eso sí, no vomité jamás. Prefería que la culpa me reventara por dentro".

Dolores mide 1,60 metros y tiene 62 años. A los 47, cuenta, se le accionó "una turbina" que la abocó al "puro descontrol". No tiene claro qué la accionó. Siempre se había visto mal y siempre se había sentido como una funambulista haciendo equilibrios sobre una cuerda que solo tensaba la aprobación de los demás. "De joven, con 55 kilos, ya me daba puñetazos en la barriga. ¡Con lo guapa que estaba y qué poco me gustaba! Luego me pasé media vida a dieta. De los 67 kilos bajaba a los 60, otra vez en 65, otra en 60. Lo probé todo, incluso la acupuntura. Todo menos la reducción de estómago. Tengo un compañero de terapia que entró en quirófano dos veces en 10 días. Una para hacerle la operación. Y otra para que no le reventara, del atracón que se pegó".

Sus 90 kilos, cuenta, no eran el resultado de las comilonas, sino el síntoma de que algo pasaba. "Me abandoné a la nevera. Confundía emoción con nutrición. ¿Me sentía mal? Comía. ¿Estaba contenta? Comía ¿Comía? Comía más. En tres años, engordé 30 kilos por decir algo, porque me dejé de pesar. Y me encerré. El mundo me daba miedo. Si tenía que hacer un trámite, me pasaba días pensando: ‘¿Cómo me mirarán? ¿Qué me dirán?’ Y mientras hacía la pelota grande, comía. Me comía incluso la comida de mi hija".

Alto en el camino. Dolores es una comedora compulsiva. "Pero no todos los obesos sufren una adicción", afirma Toni Grau, psicólogo y responsable de investigación del Instituto de Trastornos Alimentarios (ITA). "Hay personas a las que los malos hábitos alimentarios y el sedentarismo les llevan a la obesidad. Aun así, deberíamos ir acabando con el mito del gordito feliz".

Según Grau, detrás de un obeso suele haber "un perfil con tendencia a deprimirse, con un alto nivel de ansiedad y de hostilidad, con cierta inestabilidad y con dificultades en las habilidades sociales y en el control de los impulsos". La diferencia es que el comedor compulsivo se pega atracones descontrolados, como mínimo, dos veces por semana. Según unos estudios, el 16% de los obesos sufren una adicción. Según otros, esta cifra alcanza el 60%.

Y luego está lo adictivos que son los alimentos poco saludables. Muchos productos responden a una ingeniería del gusto que causan placer y no sacian. "Todo alimento con azúcar es un incentivo a seguir comiendo", dice el psicólogo. Y las grasas más tóxicas son las que menos llenan. Un bollo lleva a otro. Y una patata, a la bolsa entera.

Dolores iba al endocrino. Iba al psiquiatra. Dietas, antidepresivos. Y nada. Los mismos kilos, el mismo malestar. No se podía cortar las uñas de los pies. Para ir a comprar ropa –"sin duda, el peor momento de todos"–, primero se tenía que pegar un atracón. En el avión, un día se quejó a la azafata de que la bandeja no bajaba. "Y creí morir cuando me di cuenta de que era mi cuerpo el que lo impedía, que desde el cuello hasta el trasero, yo era una mole". Llegó un momento en el que comía con el brazo rodeando el plato, para que a nadie se le ocurriera cogerle algo. "Si me hacían la broma, levantaba el tenedor, amenazadoramente. Vivir conmigo era un infierno. Cuando mi marido, con cariño, me decía: ‘Te estás engordando’, yo me ponía a gritar. Y en la ducha abría a tope el agua y me lastimaba los genitales. Me rondaba el suicidio. Llegó un momento en el que, o hacía algo o me moría".

Y en esas estaba cuando el psicólogo le dio un folleto del grupo de autoayuda Comedores Compulsivos Anónimos (www.comedorescompulsivos.es). De aquello hace "11 años, seis meses y 12 días". La asociación, parecida a Alcohólicos Anónimos, le brindó unas herramientas que ella cogió, exploró las emociones que la abocaban a los atracones y llegó al cogollo del asunto: se dio cuenta de que ella quería ser doña perfecta y, al no lograrlo, se lastimaba. "¿Y quién me había dicho a mí que tenía que ser perfecta? Era una invención mía".

Poco a poco empezó a sentirse mejor. "Y el primer síntoma fue cuando cupe en una silla plegable. Ahí pensé: ‘estoy adelgazando’". Lo difícil de un adicto a la comida es que, a diferencia del alcohólico, no se puede prescindir de los alimentos. "Ahora voy al súper después de haber comido y siempre como lo que toca, porque jamás me sacio. También he hecho otro tipo de cambios. Ya no soy la payasa del grupo, ni la esposa-madre felpudo, la que lo daba todo y se arrastraba por una migaja de cariño. Mucha gente me dice que antes era más alegre. Y no es verdad. Solo quería gustar. Ahora estoy tranquila y relajada". Y en el camino ha perdido 20 kilos.