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viernes, julio 20, 2007

4 capitulo del libro azul (libro grande) de AA mutado a OA

NOSOTROS, LOS AGNÓSTICOS

En los capítulos precedentes le hemos expuesto a usted los hechos que, así lo esperamos, le permitirán establecer claramente la distinción entre quien es comedor compulsivo y quien no lo es. Si no puede renunciar a la comida aunque lo desee sinceramente, o si es incapaz de detenerse cuando come, entonces es probable que usted sea comedor compulsivo. Si este es el caso, su mal podría ser de aquéllos que sólo pueden ser vencidos por una experiencia espiritual.

Una experiencia de este género le puede parecer imposible a un ateo o a un agnóstico. Sin embargo, no hacer nada significa correr a la catástrofe, sobre todo si se es un comedor compulsivo cuyo caso no presenta esperanza. Hacer frente a la disyuntiva entre morir de comer compulsivamente o vivir sobre una base espiritual no siempre es fácil.

Pero esto no es tan difícil. Alrededor de la mitad de nuestros primeros miembros se encontraban en este caso. Al principio, algunos trataban de evadir el tema esperando, contra toda evidencia, que no fuesen verdaderos comedores compulsivos. Entonces, después de cierto tiempo tuvieron que aceptar el hecho de que debían de dar a su vida un fundamento espiritual, o si no... Quizás sea el caso de usted. Pero, anímese, ya que algo así como cincuenta de nosotros nos creíamos ateos o agnósticos. Nuestra experiencia comprueba que usted no debe desconcertarse.

Si un sencillo código moral o una mejor filosofía fuesen suficientes para vencer la enfermedad de comer compulsivamente, muchísimos de nosotros ya nos hubiéramos aliviado desde hace mucho tiempo. Sin embargo, la ética y las filosofías no nos salvaron a pesar de todos los intentos que hicimos. De hecho, quisimos ser de una moralidad perfecta; quisimos con todo el corazón aferrarnos a una cierta filosofía; mas no tuvimos la fuerza necesaria. Nuestras posibilidades humanas, guiadas por nuestra voluntad, no eran suficientes; fracasamos lamentablemente.

Nuestra impotencia nos planteaba un verdadero dilema: teníamos que encontrar una fuerza gracias a la cual pudiésemos vivir, y ésta debía ser un Poder Superior a nosotros mismos, evidentemente. ¿Pero dónde y cómo encontrar este Poder?

La búsqueda de tal fuerza es justamente el tema de este libro. Su fin principal es conducirlo a descubrir un Poder Superior a usted mismo que le ayude a resolver su problema. Hemos escrito un libro que según lo creemos es tanto espiritual como moral. Eso quiere decir, de seguro, que vamos a hablar de Dios. Y ¡qué dificultad para los agnósticos! En cuanto nos ponemos a hablar con un recién llegado, vemos enseguida la esperanza dibujarse en su rostro cuando hablamos sobre como dejar de comer compulsivamente y cuando le explicamos cómo funciona nuestra agrupación. Pero vemos que su semblante se ensombrece cuando se toca la espiritualidad y, sobre todo, cuando mencionamos el nombre de Dios, pues acabamos de recordarle un tema que creía haber evadido totalmente, y que no tenía que tomar en cuenta por el resto de sus días.

Sabemos lo que siente. Como él, tuvimos prejuicios y dudamos sinceramente. Algunos de nosotros se han mostrado violentamente antirreligiosos. Para otros, la palabra Dios" evocaba una idea peculiar de Aquél que se les había tratado de imponer durante su infancia. Quizás nosotros rechazamos esta concepción particular porque nos parecía vacía. Creímos así haber abandonado por completo la idea de Dios. Creer en una fuerza exterior y depender de ella nos parecía una prueba de debilidad y hasta de falta de coraje. Esta idea nos disgustaba. Mirábamos con profundo escepticismo este mundo de individuos en guerra, de religiones enemigas, de calamidades inexplicables. Mirábamos con desprecio a las personas que se decían piadosas. ¿Cómo podría un Ser Supremo estar mezclado con todo eso? Y de todas maneras ¿quién podría entender a una entidad semejante? Sin embargo, bajo el encanto de un cielo estrellado, por ejemplo, llegaba a nuestra mente la necesidad de preguntarnos: Pero, ¿quién creó todo esto?" Estábamos por un momento llenos de admiración y maravillados, pero no era más que una impresión pasajera que se esfumaba.

Sí, nosotros los agnósticos así lo pensamos y lo vivimos. Sin embargo, vamos a tranquilizarlo enseguida. Tan pronto como pudimos hacer a un lado nuestros prejuicios y demostramos el más pequeño deseo de creer en un Poder Superior, en ese momento los resultados empezaron a sentirse, aun cuando fuese imposible para cualquiera de nosotros definir y comprender ese Poder que es Dios.

Para nuestro gran alivio, descubrimos que no era necesario apegarnos a la concepción de Dios que tuviese alguna otra persona. Nuestra concepción personal, con todo lo inexacta que fuese, nos permitía acercarnos a Él y establecer un contacto. Tan pronto como admitimos la posible existencia de una Inteligencia Creadora, de un Espíritu del Universo sosteniendo la totalidad de las cosas, sentimos que nos invadía una fuerza y una dirección. Sin embargo, debíamos dar otros pasos simples. Nos dimos cuenta de que Dios no se muestra tan exigente ante aquéllos que Lo buscan. Para nosotros, el Reino del Espíritu es largo y vasto; lo engloba todo; jamás excluye; jamás se cierra a aquéllos que lo buscan con devoción. Está abierto, así lo creemos, a todos los hombres.

Por consecuencia, cuando se trata de Dios, nosotros hablamos de nuestra propia concepción de Dios. Eso se aplica también a todas las otras formas de expresión espiritual que usted encontrará en este libro. No permita que alguno de sus prejuicios contra los términos de la espiritualidad le impida preguntar honestamente lo que en el fondo puedan significar para usted. Al principio, esta actitud nos bastó para comenzar a crecer espiritualmente y establecer nuestras primeras relaciones conscientes con Dios, tal como nosotros Lo concebíamos. Enseguida llegamos a aceptar muchas cosas que nos habían parecido completamente impensables. Eso es evolucionar, pero para evolucionar debíamos comenzar en alguna parte. Cada uno de nosotros tomaba su propia concepción de Dios, con lo imperfecta que dicha concepción hubiese sido.

No teníamos más que una pequeña pregunta que hacernos: ¿Creo, o estoy dispuesto a creer, en la existencia de un Poder Superior a mí mismo? Nuestra opinión es que tan pronto como un hombre pueda afirmar que cree, o que quiere tratar de creer, incuestionablemente estará en la ruta correcta. Muchas veces se probó, entre nosotros, que sobre esta piedra angular podía ser construido un edificio espiritual estupendamente eficaz.

Para nosotros se trató de un gran descubrimiento, porque pensábamos que no podíamos servirnos de los principios espirituales sin aceptar ciegamente muchas cosas que encontrábamos difíciles de creer. Cuando alguien quería platicarnos sobre principios espirituales, cuántas veces dijimos: Quisiera con todo mi corazón poseer lo que este hombre posee. Estoy seguro de que triunfaría si sólo fuera capaz de creer como él. Pero no puedo aceptar como verdaderas las numerosas afirmaciones de fe que, para él, son tan claras." Fue entonces un gran consuelo para nosotros saber que podíamos comenzar en un grado inferior de la pequeña escala que se nos presentaba.

Además de nuestra aparente incapacidad para aceptar cualquier cosa solamente sobre la base de la fe, a menudo nos paralizaban la obstinación, la susceptibilidad y los prejuicios irracionales que teníamos. Algunos de nosotros éramos al principio así de recelosos y nos enfurecíamos ante cualquier alusión a la espiritualidad. Era necesario abandonar este modo de pensar. Expuestos como estábamos a la destrucción alcohólica, en poco tiempo abrimos nuestra mente a las cosas espirituales, tal como lo habíamos intentado hacer con otras cosas. En este sentido, el comida tuvo sobre nosotros un efecto de persuasión: nos obligó finalmente a entrar en razón. El proceso a menudo fue tardado; hoy tenemos la esperanza de que nadie oculte sus prejuicios tanto tiempo como algunos de nosotros lo hicimos.

El lector probablemente se preguntará por qué debe creer en un Poder Superior a él mismo. Creemos tener buenas razones. Examinemos algunas.

El hombre práctico de hoy exige hechos y resultados. El siglo XX está abierto a toda clase de teorías, pero éstas deben estar fundamentadas sobre hechos concretos. Por ejemplo, numerosas son las teorías sobre la electricidad. Todo el mundo las acepta sin la menor duda, sin discutir. ¿Por qué? Simplemente porque es imposible explicar lo que se ve, lo que se siente, lo que se dirige o lo que se utiliza, sin una hipótesis válida como punto de partida.

En nuestros días, todo el mundo cree en una multitud de cosas consideradas como evidentes, pero de las cuales no existe ninguna prueba tangible irrevocable. Y ¿la ciencia no nos enseña acaso que no hay una prueba menos sólida que lo que llamamos justamente una prueba tangible? En el estudio que el hombre hace del mundo material, está invariablemente demostrado que las apariencias no corresponden del todo a la realidad intrínseca. Aquí tenemos un ejemplo:

Toda viga de acero consiste en una masa de electrones que gravitan alrededor de un núcleo a una velocidad inimaginable. Esos corpúsculos se rigen por leyes precisas, que son las mismas para todo el universo de la materia. Eso es lo que la ciencia nos enseña, y no tenemos ninguna razón para dudar. Por otro lado, en cuanto se nos pide considerar que el origen de este mundo material y de esta vida, tales como los vemos, es obra de una inteligencia creadora, directora y todopoderosa, de inmediato nuestros perversos instintos salen a la superficie y nos las ingeniamos para persuadirnos de lo inverosímil de esta hipótesis. Leemos enormes volúmenes y nos enfrascamos en discusiones sin sentido, opinando que creemos que no hay necesidad de Dios para dar una explicación del universo. Si nuestras suposiciones estuvieran fundadas, la vida no tendría un origen, no significaría nada y no llevaría a ninguna parte.

En lugar de reconocer que somos sólo los agentes inteligentes y las puntas de lanza de un universo siempre en evolución y creado por Dios, nosotros agnósticos y ateos habíamos escogido creer que la inteligencia humana era la primera y la última palabra; el alfa y el omega del universo. Un poco pretencioso. ¿No lo cree usted?

Nosotros, que recorrimos ese camino tortuoso, le suplicamos hacer a un lado todos sus prejuicios, aun aquéllos contra las organizaciones religiosas. Aunque algunas no lo suficientemente humanas, descubrimos que las religiones han ofrecido a millones de personas un fin y una dirección a seguir. Los fieles de estas religiones llevan una vida razonable. Nosotros, ninguna. Nos divertíamos al escandalizarnos con cinismo de las diversas creencias religiosas, cuando a veces pudimos haber observado que en los creyentes de cualquier raza, color o fe religiosa había una estabilidad y una felicidad por sentirse útiles. A estos valores nos debimos haber acercado nosotros mismos.

Preferíamos interesarnos en las debilidades humanas de esas personas y, a veces, nos apoyábamos sobre sus deficiencias para condenarlos en masa. Hablábamos de intolerancia, cuando nosotros mismos éramos intolerantes. Nos privábamos de la realidad y de la belleza del bosque, al dejarnos distraer por la fealdad de algún árbol decrépito. No habíamos mirado el aspecto espiritual de la vida con la debida honestidad.

En nuestros testimonios individuales encontrará muchas formas de abordar y concebir un Poder Superior a usted mismo. Poco importa la forma de acercarse a la idea particular de Dios a la cual adherirse; la experiencia nos ha enseñado que, para nuestros fines, no debemos preocuparnos por esto. Cada individuo debe solucionar por sí mismo este problema.

Sin embargo, en un punto los hombres y las mujeres están de acuerdo en forma notable: todos ellos han encontrado un Poder Superior y todos ellos creen. Y este Poder Superior, en todo caso, ha operado el milagro, lo humanamente imposible. Como lo dijo un famoso estadista americano: «Veamos la historia».

Un ciento de hombres y mujeres, de carne y hueso, afirman categóricamente que después de haber llegado a creer en un Poder Superior a ellos mismos, de haber adoptado una cierta actitud hacia este Poder y de haber aceptado hacer unas cosas simplísimas, una transformación se operó en su forma de vivir y de pensar. Al borde de la desesperación, del colapso y del fracaso total de sus recursos humanos, se sintieron invadidos por un sentimiento de fuerza, de paz, de dicha y de certeza. Este cambio se produjo poco tiempo después que aceptaron, de buen grado, llenar ciertas exigencias.

Confusos y desconcertados como estaban ante la futilidad aparente de la existencia, vieron las razones profundas de su dificultad de vivir. Haciendo a un lado la cuestión de la comida, ellos explican por qué su vida era tan insatisfactoria. Nos muestran cómo se produjo en ellos el cambio. Una vez que cientos de personas pueden afirmar que la conciencia de la Presencia de Dios es ahora lo más importante de su vida, tenemos una fuerte motivación para creer.

El mundo que nos rodea hizo más progresos sobre el plano material en el curso del último siglo que durante todos los milenios precedentes. Casi todos conocen la razón. Aquéllos interesados en la historia nos dicen que, intelectualmente, los hombres de la antigüedad eran iguales a las más grandes mentes de nuestro tiempo. Sin embargo, en la antigüedad el progreso material era de una lentitud penosa. Los métodos de investigación y el espíritu de invención de la ciencia eran casi desconocidos. En lo que se refiere a lo material, el espíritu del hombre estaba aprisionado por las supersticiones, las tradiciones y toda clase de ideas establecidas. En tiempos de Cristóbal Colón, muchos consideraron una locura creer que la Tierra fuese redonda. Otros llegaron hasta el punto de condenar a muerte al sabio Galileo por las herejías que propagaba en materia de astronomía.

Nosotros nos hemos preguntado si algunos de nosotros no éramos tan prejuiciosos e irracionales en relación con el aspecto espiritual, como las personas de la antigüedad en relación con lo material. Asimismo, en el curso del siglo que vivimos, los diarios americanos han titubeado en publicar la crónica del primer vuelo aéreo realizado con éxito por los hermanos Wright en Kittyhawk. ¿No habían fracasado todos los vuelos anteriores? ¿No se había caído la máquina voladora del profesor Langley al fondo del Potomac? ¿Acaso los mejores matemáticos no habían demostrado que el hombre jamás podría volar? ¿No se había comprendido ya que Dios había reservado ese privilegio a los pájaros? Apenas treinta años más tarde, la conquista del cielo casi se había convertido en historia antigua y la aviación estaba en su pleno apogeo.

Nuestra generación ha sido testigo de una liberación total del pensamiento. Si le enseñamos a un estibador de puerto un periódico dominical en donde se hable de un viaje a la luna en un cohete, él nos dirá: Apuesto que lo harán y en poco tiempo." Nuestra época se caracteriza por la facilidad con que abandonamos viejas ideas por nuevas. Sin muchos problemas nos desembarazamos de una teoría o de una cosa que no funciona, en provecho de una cosa nueva que sí funcione.

Nos hemos preguntado si no podríamos tomar la misma actitud frente a nuestros problemas humanos y aceptar cambiar también nuestros puntos de vista. Teníamos dificultades en nuestras relaciones personales; no podíamos controlar nuestra naturaleza emocional; éramos presas de la tristeza y la depresión; éramos incapaces de ganarnos la vida, no le encontrábamos ningún objetivo a nuestra existencia; éramos presas del miedo; éramos desdichados; no creíamos poder hacer nada por los demás. Entonces, ¿no era más importante encontrar un remedio de largo plazo a nuestras frustraciones que estar viendo en los diarios las columnas sobre los vuelos a la luna? Claro que sí.

Una vez que vimos a otros resolver sus problemas simplemente mediante su confianza en el Espíritu del Universo, no pudimos hacer otra cosa que ya no dudar en el poder de Dios. Nuestras ideas nos llevaban a la nada. La idea de Dios funcionaba.

Fue su fe ingenua lo que llevó a los hermanos Wright a creer que podrían construir una máquina voladora. Y triunfaron. Sin esta confianza, no habrían hecho nada. Nosotros, agnósticos y ateos, vivíamos convencidos de que podríamos resolver nuestros problemas con sólo nuestro poder. Cuando otros nos enseñaron que habían podido salir adelante gracias al Poder de Dios, empezamos a sentirnos un poco como aquéllos que habían pensado a principios de siglo que los hermanos Wright jamás podrían volar.

La lógica es una gran cosa. Nos gustaba y nos sigue gustando. No es por casualidad que se nos haya favorecido con la facultad de razonar, de examinar los mensajes de nuestros sentidos y de sacar conclusiones. Ése es uno de los maravillosos atributos del hombre. A causa de nuestro agnosticismo, no nos satisfacían las proposiciones que no se prestasen a un estudio y una interpretación racionales. Por eso es que estamos haciendo todo lo posible para explicar por qué nuestra fe es racional, por qué nosotros encontramos más sano y más lógico creer que no creer, por qué nuestra antigua forma de pensar era descuidada, indolente, y encogíamos los hombros con aire de incredulidad y decíamos : ¡No sé!"

Para nosotros los comedores compulsivos, atormentados por una crisis profunda de la cual éramos los primeros responsables y de la cual no podíamos escapar, fue necesario examinar sin temor la afirmación de que Dios es todo o Él es nada, de que Dios es o Él no es. ¿Cuál iba a ser nuestra selección?

Reunidos en este punto, nos encontrábamos frente al problema de la fe. Imposible evitarlo. Algunos ya habían saltado sobre el Puente de la Razón, hacia la playa deseada de la Fe. La Tierra Prometida había hecho brillar los ojos cansados de quien se consumía en su espíritu, proporcionándole un nuevo ánimo. Manos amigas se extendían hacia nosotros, dándonos la bienvenida. Le agradecíamos a la Razón el habernos guiado tan bien. Mas no podíamos arribar a esa ribera. Tal vez nos aferrábamos demasiado a la razón; en esta última etapa de nuestro viaje no queríamos perder nuestro sostén.

Era natural, pero razonemos un poco al respecto. ¿No habíamos sido llevados, sin saberlo, al punto en que nos encontrábamos, a causa de una cierta fe? ¿No era la seguridad de nuestro razonamiento la que nos impulsaba a creer? ¿No era la nuestra una especie de fe?

Sí, nosotros habíamos creído, y creído de una manera servil, en el Dios de la Razón. ¡Así habíamos descubierto que, de un modo u otro, se trataba de fe!

Habíamos descubierto de manera simultánea que éramos adoradores. ¡Cuántas veces el solo hecho de pronunciar esta palabra hacía que a nosotros los intelectuales se nos pusiese la piel de gallina! ¿No habíamos adorado, de diversos modos, a las personas, los sentimientos, las cosas, el dinero y a nosotros mismos? ¿Y después, con motivos seguramente más nobles, no habíamos visto con adoración la puesta del sol, el mar o simplemente una flor? ¿Y cuántos de estos sentimientos, de estos amores, de estas formas de adoración, tenían que ver con la pura razón? ¿Quién de nosotros no había amado algo o a alguien? ¿No constituía todo eso la materia de que estaba hecha nuestra vida? ¿No eran adecuados estos sentimientos para determinar el curso de nuestra existencia? Era imposible afirmar que nosotros no tuvimos la capacidad de creer, de amar o de adorar. Habíamos vivido, de cualquier modo, de una fe o por una fe.

¡Imagínese una vida sin fe! Si nos hubiese dado sólo la razón, ¡qué cosa sería la vida ! Pero creíamos en la vida, evidentemente que creíamos. Ciertamente no podíamos dar una prueba de la vida, tal como se demuestra que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, pero ahí estaba la vida. ¿Podíamos decir otra vez que todo eso no era mas que una masa de electrones creados de la nada, sin ningún significado y en rotación hacia un destino ignoto surgido de la nada? Evidentemente que no. Los mismos electrones parecían más inteligentes que esto. Así lo afirman los mismos químicos.

Entonces vimos que la razón no era todo. Tal como la utilizamos, tampoco es enteramente confiable, aun cuando emane de los cerebros más brillantes. Pensamos en aquéllos que habían demostrado que el hombre jamás volaría por los aires.

Habíamos asistido, en una u otra forma de vuelo, a la liberación del espíritu humano; habíamos visto a personas que se elevaban sobre sus propios problemas. Esto era gracias a Dios decían ellos y nosotros sólo nos limitábamos a sonreír. Habíamos sido los testigos de una liberación espiritual, pero preferíamos decir que no era verdad.

Nos engañábamos recíprocamente en aquel tiempo, porque en cada hombre, mujer y niño está profundamente arraigada la idea de Dios. Ésta puede estar enmascarada por la desdicha, la vanidad, el culto a otros valores; pero la idea de Dios está ahí; en cualquier forma, siempre está ahí. La fe en un Poder Superior a nosotros mismos y las manifestaciones milagrosas de esta fuerza en la vida de los seres humanos son hechos tan antiguos como el hombre mismo.

Finalmente, descubrimos que la fe en Dios, sin importar de qué tipo de dios se hable, era parte de nuestra naturaleza, como los sentimientos que experimentamos por un amigo. A veces debimos buscar mucho, pero Él estaba ahí. Su existencia era tan real como la nuestra. Descubrimos la Gran Realidad dentro de nuestra alma. En el último análisis es solamente ahí donde se le puede encontrar. Así nos ocurrió a nosotros.

Todo lo que nosotros podemos hacer es despejar un poco el camino para los demás. Si nuestro testimonio le ayuda a librarse de sus prejuicios, lo hace capaz de reflexionar honestamente, lo anima a buscar diligentemente dentro de usted, entonces, si quiere, puede unirse a nosotros en el Gran Camino. Si usted está dispuesto hasta este punto, no podrá fallar. Necesariamente tomará conciencia de su propia fe.

Encontrará en este libro la historia de un hombre que se creía ateo. Su testimonio es tan interesante que queremos anticipar algo aquí. Su metamorfosis interior fue espectacular, emotiva y convincente.

Nuestro amigo era hijo de un ministro protestante. Frecuentó la escuela religiosa, donde se rebeló contra todo aquello que le parecía excesivo en la enseñanza religiosa. En los años siguientes se sintió perseguido por un sentimiento de desorden y frustración. Fracasos en los negocios, locura, enfermedad fatal, suicidio, todas las desgracias que atormentaron a su familia inmediata lo dejaron deprimido y amargado. Las desilusiones de los años de posguerra, el agravamiento de su enfermedad de la compulsión por la comida y la amenaza de la ruina mental y física llevaron a este hombre a la orilla del suicidio.

Una noche, en el cuarto de un hospital, le habló un comedor compulsivo que había vivido una experiencia espiritual. Nuestro amigo se puso a gritar con rencor : Si hay un Dios, ciertamente que no ha hecho nada por mí". Más tarde, a solas en su cuarto, se preguntó: ¿Podrán todos los creyentes estar equivocados?" Al reflexionar en esta pregunta vivió las torturas del infierno. Después, súbitamente, como un pensamiento fulminante, le llegó la idea que se formuló así: ¿QUIEN ERES TU PARA AFIRMAR QUE DIOS NO EXISTE?"

Este hombre nos cuenta que cayó de rodillas junto a su lecho. En pocos segundos fue dominado por la convicción de que Dios estaba presente. Esta certeza se acercó a él y lo penetró con la seguridad y la solemnidad de una gran marea. Las barreras que había erigido por años y años se desplomaron. Se encontraba en presencia del Poder y el Amor infinitos. Del puente había pasado a la playa. Por vez primera vivía en la consciente compañía de su Creador.

Así se puso en su lugar la piedra angular de la vida de nuestro amigo. Después, ninguna vicisitud lo llegó a inquietar en su vida. El problema de la compulsión por la comida de este hombre fue eliminado. Esa misma noche, los atracones llegaron a ser cosa del pasado. Salvo en algunas ocasiones, la idea de atracarse no regresó jamás a nuestro amigo; y todavía más, le tomó una gran aversión a ella. Aparentemente, aunque él hubiese querido comer compulsivamente, no habría podido. Dios le había restituido la razón.

¿No es una curación milagrosa? Sin embargo, los elementos de que consta son simples. Este hombre se dispuso a tener fe, debido a las circunstancias. Él se ofreció humildemente al Autor de sus días fue entonces cuando lo supo.

También nosotros recuperamos la razón por la gracia de Dios. Para este hombre, la revelación fue repentina. Para otros, el cambio ha sido más lento. Sin embargo, Él ha venido a todos aquellos que lo han buscado con honestidad.

Cuando nos acercamos a Él, !Él se nos reveló!